Deseo de navidad
José Pedro Sergio Valdés
Barón
Levantó su mirada hacia el cielo y pudo contemplar las nubes grises que,
junto al frío imperante, por lo menos amenazaban dejar caer agua nieve en la
sufrida población fronteriza de Ciudad Juárez. Encogiéndose de hombros
prosiguió su camino rumbo al trabajo y con profundo suspiro maldijo su
suerte. El día anterior le había notificado su jefe que debido a la crisis
económica generalizada en la ciudad, la gerencia administrativa del hospital se
veía en la necesidad de recortar el personal, y por desgracia él era uno a quien
se liquidaría ese 31 de diciembre.
Mientras caminaba con el frío calándole hasta los
huesos, se decía una y otra vez que no podría irle peor. No hacía ni un mes que
le habían robado su carcachita, la
cual había comprado con tantos sacrificios, y todavía no entendía cómo era
posible que los ladrones no respetaran ni las pertenencias de las personas
humildes. A tal grado había llegado la inseguridad en la ciudad, que ya no
respetaba nada ni a nadie. Aunque había recibido su modesto aguinaldo y el día
último recibiría su salario y liquidación, debía cuidar el poco dinero que
tendría, porque nadie sabía cuánto tiempo estaría sin trabajo debido a la
criminalidad que estaba fuera de control y afectaba significativamente la economía
de la ciudad.
Bonita Navidad y fin de año iba a pasar con su esposa
y sus tres hijas, pensó; no sólo midiendo los gastos como de costumbre, sino
ahora obligado también a cuidar aún más el dinero para asegurar el pago de las
cuentas imprescindibles, como eran la renta de su humilde vivienda, la comida,
el gas, el agua y la luz mientras volvía a encontrar otro empleo. Lo cual no
sería nada fácil, ahora que las maquilas estaban cerrando, recortando personal
u horarios de trabajo. Casi llorando se reclamó por la vida miserable que
estaba viviendo y les estaba dando a sus mujeres. Se preguntó porqué Dios
permitía tanta injusticia, y en tanto unos lo tenían todo, otros como él no
tenían nada o casi nada, y recordó haber leído en algún diario sobre los
cuantiosos aguinaldos que se habían asignado los legisladores y funcionarios. Cerrando
sus puños frustrado, los maldijo con su corazón lleno de ira; ellos casi sin
trabajar lo tenían todo gracias al pueblo, en tanto él se quedaría sin empleo a
causa de que esos mismos gobernantes no habían cumplido con sus obligaciones y permitieron
con su corrupción que el crimen los rebasara, afectando gravemente a toda la comunidad.
Abriendo la puerta para el personal del centro médico,
se dirigió a los vestidores para ponerse su uniforme de camillero, y después de
recibir las asignaciones indicadas por su jefe se concentró en el trabajo,
aunque con el ceño fruncido por la preocupación y sintiendo la opresión en su pecho
por la angustia. Poco antes del medio día llegó al cuarto a223 para recoger un paciente y llevarlo
a terapia intensiva, donde le harían una diálisis. Le estaban esperando dos
enfermeras, junto una madre preocupada al lado de la cama donde se encontraba
un niño de ocho o nueve años de edad. Mientras pasaba a la camilla al paciente,
ayudado por las dos enfermeras, pudo contemplar el rostro demacrado del
pequeño, causándole una profunda impresión. De alguna manera sus ojos color negro
expresaban gran paz y tranquilidad espiritual, y su sonrisa reflejaba una
alegría incomprensible en su situación. Cuando el pequeño le dijo con su
vocecita: —Hola, me llamo Gabriel—. Sintió verdadero placer en conocerlo y de
inmediato congenió con él, respondiéndole: —Mi nombre es Abel—. Al llegar al
cubículo de terapia renal, no se retiró después de pasar al paciente a la cama
de diálisis, sino permaneció observando cómo las enfermeras, con inusual
cuidado, paciencia y hablándole con ternura, conectaban al niño al aparato depurador,
en tanto el pequeño sin incomodarse permanecía tranquilo y sonriente.
Regresó a terapia intensiva después de terminar sus otras
labores, y encontró al niño platicando con una de las enfermeras, mientras
esperaban con paciencia terminar el proceso de filtración sanguínea. Al verlo,
Gabriel le sonrió diciéndole: —Abel, todavía no término con la máquina—. Él
respondió: —No te preocupes, puedo esperar—. Y así lo hizo, permitiendo de esa
manera conocer un poco más del niño.
Gabrielito, como le decían las enfermeras, iba dos o tres
veces por semana al centro médico para efectuarle la purificación sanguínea, en
tanto esperaba que se juntara el suficiente dinero para un trasplante de riñón.
Los suyos hacía mucho tiempo que no le funcionaban y la diálisis ya no era una
alternativa suficiente, ocasionando que paulatinamente su organismo se fuera
deteriorando. Motivo por el cual necesitaba el trasplante con urgencia. Por
desgracia, y aunque una prima sería la donante, se requería de veinticinco mil
dólares para hacerlo en la ciudad de Monterrey y sus padres no tenían esa clase
de recursos. Por esa razón, desesperados, habían vendido lo poco que tenían y
estaban haciendo una colecta pública para recaudar el dinero requerido, pero
cada vez más parecía una carrera perdida contra el tiempo.
De regreso en su cama del cuarto a223, Gabrielito volvió presentarle a
su madre que esperaba paciente. Después de intercambiar saludos, Gabrielito dio
las gracias a Abel y se despidió de él diciéndole: —No te preocupes, todo estará
bien, ya lo veras—. Sin saber qué hacer, Abel dijo adiós a la madre y dándole
la mano al niño salió del cuarto sintiendo un nudo en la garganta.
Abel continuó con sus labores de la jornada, tratando
de terminar lo más pronto posible porque ese día había pedido permiso para
salir un poco más temprano, con la intención de aprovechar el poco tiempo que
quedaba antes de Navidad, para comprarles cualquier chuchería a sus cuatro
mujercitas, y con la cena modesta que sin duda estaba preparando su esposa,
celebrarían así la Nochebuena.
Por alguna razón del destino esa tarde se presentó una
emergencia en el hospital. Unos sobrevivientes de una artera y muy común ejecución
criminal fueron llevados al centro médico y fueron requeridos sus servicios, obligándolo
a salir más tarde de lo previsto. Al terminar su trabajo durante la emergencia,
Abel se disponía a retirarse cuando una de las enfermeras le pidió un gran
favor. El niño a quien le habían hecho la diálisis se había agravado y debería
pasar la noche en el hospital para observación, y les solicitó que de ser
posible Abel le acompañara por un rato, en tanto la madre regresaba de su hogar
después de atender a sus otros hijos y las enfermeras se desocuparan de la
emergencia hospitalaria. Abel pensó en su familia, pero sin saber por qué no
pudo negarse.
Al llegar a la habitación, compartida
con otros tres pacientes, encontró al niño aparentemente dormido, y mientras
titubeaba sobre qué debía hacer, el niño abrió los ojos y reconociéndolo le
habló:
—
¡Hola!, gracias por venir para acompañarme, no quería
quedarme solo.
—No te preocupes, creo poder
estar un rato contigo —Le tranquilizó.
Tomando una silla se
sentó al lado de la cama, y dejando consumir el tiempo se quedó observando al
niño. Su semblante se veía cansado, pero permanecía sereno sin mostrar preocupación o temor. Entonces, Abel
se preguntó cómo era posible que un pequeño como Gabrielito tuviera tanta
entereza y voluntad a pesar del sufrimiento que le infligía su condición. Sin
poderlo evitar le volvieron a la mente sus problemas y debió reconocer que no
tenían comparación con los de Gabrielito, y se sintió avergonzado por su
debilidad y falta de voluntad.
—¿Estás dormido? —Preguntó con vos baja, para no molestar a los otros
pacientes que compartían la habitación.
—No… Todavía no puedo conciliar el sueño —Volteando
hacia Abel, a su vez preguntó—, ¿por qué?
—No puedo imaginarme todo lo que sufres y cómo haces
para superarlo.
—Bueno, no ha sido fácil. Al principio, cuando se me
hizo consciente mi condición, yo pensaba que era una maldición y una
injusticia; culpaba a mis padres, hermanos y a todo el mundo. Enojado le
preguntaba a Dios ¿Por qué yo? ¿Por qué no puedo ser como los demás niños de mi
edad?
— ¿Piensas que Dios ha sido injusto contigo, como creo
que lo ha sido conmigo? —Quiso saber, Abel.
—Por supuesto que no… Pero fue mucho más tarde, cuando
con la ayuda de mis padres y del Padre Juan, quien es párroco de la iglesia a
la cual asistimos, comprendí que era una manera ociosa de pensar. Dios no tenía
por qué darme explicaciones y yo debía de valorar lo que sí tenía. Así, cuando
veo a otros niños jugar futbol, no me lamento por no poder jugar con ellos,
sino simplemente disfruto verlos jugar, y con el tiempo aprendí a gozar cuando
mi equipo anotaba un gol y ganaban, o sufría cuando perdían; pero lo importante
era vivir el momento con ellos. Ahora agradezco
a Dios cada instante que paso con mis padres y mis hermanos; sé que les duele
mi situación, pero hemos aceptado que lo invaluable es el hecho de amarnos, y
así disfrutamos cada momento que pasamos juntos, y cuando Dios me llame quedará
indeleble lo bueno que sí tuvimos y no lo que perdimos.
Como sea, de alguna manera entendí aceptar mi
condición y desde entonces disfruto cada segundo que no me duele algo o no me
siento tan mal —. Sacando del bolsillo de su piyama una estampa enmicada, se la
mostró diciendo: —Ella me ha ayudado.
—
¿La Virgen de Guadalupe?
—
¡Sí! Ella siempre ha estado conmigo.
Abel sintió un nudo en la garganta, y sólo guardó
silencio. En su mente aparecieron su esposa e hijas a quienes amaba con todo su
corazón. Era cierto que debía mensualidades del auto que ya no tenía y la deuda
del calentón; también vendrían los pagos de servicios que mes a mes llegaban
como una guadaña incansable. Sus mujercitas necesitaban comida, ropa y
diversiones que él apenas podía proveer, y sin importar cuánto trabajara o se
esforzara nunca les alcanzaba el dinero, frustrándolo y amargándole la vida. Ahora
para el colmo se quedaría sin trabajo.
Sin embargo, no podía negar que tenía una hermosa
familia que lo amaba y gozaba de buena salud. Ahora se daba cuenta que tenía lo
más importante como eran sus seres queridos, a quienes debía disfrutar en lugar
de lamentarse por las cosas materiales que no tenía. Sus problemas sólo debían
resaltar todo lo bueno que había en su vida en lugar de amargarla, y sin duda
con esa actitud saldría adelante.
Volteando a ver a Gabrielito en silencio le dio las
gracias, y a partir de ese momento se hizo el propósito de reconocer lo
verdaderamente importante en su vida.
Entonces entró la madre de Gabriel, y sonriendo con cariño
preguntó a su hijo:
—
¿Cómo te sientes, mi amor?
Contemplando a madre e hijo, Abel decidió retirarse
pensando que todavía estaba a tiempo para comprarles algo a sus mujeres, y mientras
se despedía deseándoles una feliz Navidad, se preguntó qué podría regalarle a
su nuevo amiguito.
Al día siguiente, Abel caminaba de nueva cuenta la
distancia entre su casa y el hospital. En su bolsa del pantalón llevaba
quinientos pesos que, con sacrificio, junto con su esposa e hijas habían
decidido donar a la causa del pequeño Gabriel. Ahora el día resplandecía, un
cielo azul con sólo unas cuantas nubes cubría a Ciudad Juárez, y aunque hacía
un poco de viento no se sentía mucho frío.
Una vez puesto su uniforme de camillero, se dirigió a
la habitación a223 para entregar
en persona su donativo, pero al entrar vio la cama de Gabriel tendida y vacía. Sintiendo
un vuelco en el corazón, preguntó por él a la paciente que yacía en la cama contigua,
pero antes que ésta respondiera, entró una de las enfermeras que atendían a
Gabriel. Después de un pesado silencio, la enfermera le informó, con lágrimas
apenas contenidas, que el pequeño Gabrielito había fallecido durante la
madrugada de esa Nochebuena. Su condición se había agravado repentinamente y su
corazón no pudo soportar más y se detuvo. Sin decir palabra, Abel dio media
vuelta para salir del cuarto; entonces la enfermera le informó que Gabrielito
le había dejado algo, entregándoselo en la mano.
Abel lo miró y se dio cuenta que era la estampa de la
Virgen de Guadalupe, la cual siempre había acompañado a Gabriel. En ese preciso
instante, Abel supo que todo estaría bien, ahora tenía a un angelito por amigo.
Fin
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