viernes, 10 de abril de 2015

Deseo de Navidad



Deseo de navidad  
José Pedro Sergio Valdés Barón

Levantó su mirada hacia el cielo y pudo contemplar las nubes grises que, junto al frío imperante, por lo menos amenazaban dejar caer agua nieve en la sufrida población fronteriza de Ciudad Juárez. Encogiéndose de hombros prosiguió su camino rumbo al trabajo y con profundo suspiro maldijo su suerte. El día anterior le había notificado su jefe que debido a la crisis económica generalizada en la ciudad, la gerencia administrativa del hospital se veía en la necesidad de recortar el personal, y por desgracia él era uno a quien se liquidaría ese 31 de diciembre.
Mientras caminaba con el frío calándole hasta los huesos, se decía una y otra vez que no podría irle peor. No hacía ni un mes que le habían robado su carcachita, la cual había comprado con tantos sacrificios, y todavía no entendía cómo era posible que los ladrones no respetaran ni las pertenencias de las personas humildes. A tal grado había llegado la inseguridad en la ciudad, que ya no respetaba nada ni a nadie. Aunque había recibido su modesto aguinaldo y el día último recibiría su salario y liquidación, debía cuidar el poco dinero que tendría, porque nadie sabía cuánto tiempo estaría sin trabajo debido a la criminalidad que estaba fuera de control y afectaba significativamente la economía de la ciudad.
Bonita Navidad y fin de año iba a pasar con su esposa y sus tres hijas, pensó; no sólo midiendo los gastos como de costumbre, sino ahora obligado también a cuidar aún más el dinero para asegurar el pago de las cuentas imprescindibles, como eran la renta de su humilde vivienda, la comida, el gas, el agua y la luz mientras volvía a encontrar otro empleo. Lo cual no sería nada fácil, ahora que las maquilas estaban cerrando, recortando personal u horarios de trabajo. Casi llorando se reclamó por la vida miserable que estaba viviendo y les estaba dando a sus mujeres. Se preguntó porqué Dios permitía tanta injusticia, y en tanto unos lo tenían todo, otros como él no tenían nada o casi nada, y recordó haber leído en algún diario sobre los cuantiosos aguinaldos que se habían asignado los legisladores y funcionarios. Cerrando sus puños frustrado, los maldijo con su corazón lleno de ira; ellos casi sin trabajar lo tenían todo gracias al pueblo, en tanto él se quedaría sin empleo a causa de que esos mismos gobernantes no habían cumplido con sus obligaciones y permitieron con su corrupción que el crimen los rebasara, afectando gravemente a toda la comunidad.  
Abriendo la puerta para el personal del centro médico, se dirigió a los vestidores para ponerse su uniforme de camillero, y después de recibir las asignaciones indicadas por su jefe se concentró en el trabajo, aunque con el ceño fruncido por la preocupación y sintiendo la opresión en su pecho por la angustia. Poco antes del medio día llegó al cuarto a223 para recoger un paciente y llevarlo a terapia intensiva, donde le harían una diálisis. Le estaban esperando dos enfermeras, junto una madre preocupada al lado de la cama donde se encontraba un niño de ocho o nueve años de edad. Mientras pasaba a la camilla al paciente, ayudado por las dos enfermeras, pudo contemplar el rostro demacrado del pequeño, causándole una profunda impresión. De alguna manera sus ojos color negro expresaban gran paz y tranquilidad espiritual, y su sonrisa reflejaba una alegría incomprensible en su situación. Cuando el pequeño le dijo con su vocecita: —Hola, me llamo Gabriel—. Sintió verdadero placer en conocerlo y de inmediato congenió con él, respondiéndole: —Mi nombre es Abel—. Al llegar al cubículo de terapia renal, no se retiró después de pasar al paciente a la cama de diálisis, sino permaneció observando cómo las enfermeras, con inusual cuidado, paciencia y hablándole con ternura, conectaban al niño al aparato depurador, en tanto el pequeño sin incomodarse permanecía tranquilo y sonriente.
Regresó a terapia intensiva después de terminar sus otras labores, y encontró al niño platicando con una de las enfermeras, mientras esperaban con paciencia terminar el proceso de filtración sanguínea. Al verlo, Gabriel le sonrió diciéndole: —Abel, todavía no término con la máquina—. Él respondió: —No te preocupes, puedo esperar—. Y así lo hizo, permitiendo de esa manera conocer un poco más del niño.
Gabrielito, como le decían las enfermeras, iba dos o tres veces por semana al centro médico para efectuarle la purificación sanguínea, en tanto esperaba que se juntara el suficiente dinero para un trasplante de riñón. Los suyos hacía mucho tiempo que no le funcionaban y la diálisis ya no era una alternativa suficiente, ocasionando que paulatinamente su organismo se fuera deteriorando. Motivo por el cual necesitaba el trasplante con urgencia. Por desgracia, y aunque una prima sería la donante, se requería de veinticinco mil dólares para hacerlo en la ciudad de Monterrey y sus padres no tenían esa clase de recursos. Por esa razón, desesperados, habían vendido lo poco que tenían y estaban haciendo una colecta pública para recaudar el dinero requerido, pero cada vez más parecía una carrera perdida contra el tiempo.   
De regreso en su cama del cuarto a223, Gabrielito volvió presentarle a su madre que esperaba paciente. Después de intercambiar saludos, Gabrielito dio las gracias a Abel y se despidió de él diciéndole: —No te preocupes, todo estará bien, ya lo veras—. Sin saber qué hacer, Abel dijo adiós a la madre y dándole la mano al niño salió del cuarto sintiendo un nudo en la garganta.
Abel continuó con sus labores de la jornada, tratando de terminar lo más pronto posible porque ese día había pedido permiso para salir un poco más temprano, con la intención de aprovechar el poco tiempo que quedaba antes de Navidad, para comprarles cualquier chuchería a sus cuatro mujercitas, y con la cena modesta que sin duda estaba preparando su esposa, celebrarían así la Nochebuena.  
Por alguna razón del destino esa tarde se presentó una emergencia en el hospital. Unos sobrevivientes de una artera y muy común ejecución criminal fueron llevados al centro médico y fueron requeridos sus servicios, obligándolo a salir más tarde de lo previsto. Al terminar su trabajo durante la emergencia, Abel se disponía a retirarse cuando una de las enfermeras le pidió un gran favor. El niño a quien le habían hecho la diálisis se había agravado y debería pasar la noche en el hospital para observación, y les solicitó que de ser posible Abel le acompañara por un rato, en tanto la madre regresaba de su hogar después de atender a sus otros hijos y las enfermeras se desocuparan de la emergencia hospitalaria. Abel pensó en su familia, pero sin saber por qué no pudo negarse.
Al llegar a la habitación, compartida con otros tres pacientes, encontró al niño aparentemente dormido, y mientras titubeaba sobre qué debía hacer, el niño abrió los ojos y reconociéndolo le habló:
    ¡Hola!, gracias por venir para acompañarme, no quería quedarme solo.
—No te preocupes, creo poder estar un rato contigo —Le tranquilizó.
            Tomando una silla se sentó al lado de la cama, y dejando consumir el tiempo se quedó observando al niño. Su semblante se veía cansado, pero permanecía sereno sin  mostrar preocupación o temor. Entonces, Abel se preguntó cómo era posible que un pequeño como Gabrielito tuviera tanta entereza y voluntad a pesar del sufrimiento que le infligía su condición. Sin poderlo evitar le volvieron a la mente sus problemas y debió reconocer que no tenían comparación con los de Gabrielito, y se sintió avergonzado por su debilidad y falta de voluntad.
         —¿Estás dormido? —Preguntó con vos baja, para no molestar a los otros pacientes que compartían la habitación.
—No… Todavía no puedo conciliar el sueño —Volteando hacia Abel, a su vez preguntó—, ¿por qué?
—No puedo imaginarme todo lo que sufres y cómo haces para superarlo.
—Bueno, no ha sido fácil. Al principio, cuando se me hizo consciente mi condición, yo pensaba que era una maldición y una injusticia; culpaba a mis padres, hermanos y a todo el mundo. Enojado le preguntaba a Dios ¿Por qué yo? ¿Por qué no puedo ser como los demás niños de mi edad?
— ¿Piensas que Dios ha sido injusto contigo, como creo que lo ha sido conmigo? —Quiso saber, Abel.
—Por supuesto que no… Pero fue mucho más tarde, cuando con la ayuda de mis padres y del Padre Juan, quien es párroco de la iglesia a la cual asistimos, comprendí que era una manera ociosa de pensar. Dios no tenía por qué darme explicaciones y yo debía de valorar lo que sí tenía. Así, cuando veo a otros niños jugar futbol, no me lamento por no poder jugar con ellos, sino simplemente disfruto verlos jugar, y con el tiempo aprendí a gozar cuando mi equipo anotaba un gol y ganaban, o sufría cuando perdían; pero lo importante era vivir el momento con ellos. Ahora agradezco a Dios cada instante que paso con mis padres y mis hermanos; sé que les duele mi situación, pero hemos aceptado que lo invaluable es el hecho de amarnos, y así disfrutamos cada momento que pasamos juntos, y cuando Dios me llame quedará indeleble lo bueno que sí tuvimos y no lo que perdimos.
Como sea, de alguna manera entendí aceptar mi condición y desde entonces disfruto cada segundo que no me duele algo o no me siento tan mal —. Sacando del bolsillo de su piyama una estampa enmicada, se la mostró diciendo: —Ella me ha ayudado.
    ¿La Virgen de Guadalupe?
    ¡Sí! Ella siempre ha estado conmigo.
Abel sintió un nudo en la garganta, y sólo guardó silencio. En su mente aparecieron su esposa e hijas a quienes amaba con todo su corazón. Era cierto que debía mensualidades del auto que ya no tenía y la deuda del calentón; también vendrían los pagos de servicios que mes a mes llegaban como una guadaña incansable. Sus mujercitas necesitaban comida, ropa y diversiones que él apenas podía proveer, y sin importar cuánto trabajara o se esforzara nunca les alcanzaba el dinero, frustrándolo y amargándole la vida. Ahora para el colmo se quedaría sin trabajo.
Sin embargo, no podía negar que tenía una hermosa familia que lo amaba y gozaba de buena salud. Ahora se daba cuenta que tenía lo más importante como eran sus seres queridos, a quienes debía disfrutar en lugar de lamentarse por las cosas materiales que no tenía. Sus problemas sólo debían resaltar todo lo bueno que había en su vida en lugar de amargarla, y sin duda con esa actitud saldría adelante.
Volteando a ver a Gabrielito en silencio le dio las gracias, y a partir de ese momento se hizo el propósito de reconocer lo verdaderamente importante en su vida.  
Entonces entró la madre de Gabriel, y sonriendo con cariño preguntó a su hijo:
    ¿Cómo te sientes, mi amor?
Contemplando a madre e hijo, Abel decidió retirarse pensando que todavía estaba a tiempo para comprarles algo a sus mujeres, y mientras se despedía deseándoles una feliz Navidad, se preguntó qué podría regalarle a su nuevo amiguito.
Al día siguiente, Abel caminaba de nueva cuenta la distancia entre su casa y el hospital. En su bolsa del pantalón llevaba quinientos pesos que, con sacrificio, junto con su esposa e hijas habían decidido donar a la causa del pequeño Gabriel. Ahora el día resplandecía, un cielo azul con sólo unas cuantas nubes cubría a Ciudad Juárez, y aunque hacía un poco de viento no se sentía mucho frío.
Una vez puesto su uniforme de camillero, se dirigió a la habitación a223 para entregar en persona su donativo, pero al entrar vio la cama de Gabriel tendida y vacía. Sintiendo un vuelco en el corazón, preguntó por él a la paciente que yacía en la cama contigua, pero antes que ésta respondiera, entró una de las enfermeras que atendían a Gabriel. Después de un pesado silencio, la enfermera le informó, con lágrimas apenas contenidas, que el pequeño Gabrielito había fallecido durante la madrugada de esa Nochebuena. Su condición se había agravado repentinamente y su corazón no pudo soportar más y se detuvo. Sin decir palabra, Abel dio media vuelta para salir del cuarto; entonces la enfermera le informó que Gabrielito le había dejado algo, entregándoselo en la mano.
Abel lo miró y se dio cuenta que era la estampa de la Virgen de Guadalupe, la cual siempre había acompañado a Gabriel. En ese preciso instante, Abel supo que todo estaría bien, ahora tenía a un angelito por amigo.                          


Fin

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